El comienzo
Recibí este mensaje (nos cuenta Inés) por correo electrónico y me gustó la idea.
Pensé que podíamos encontrarnos todos: los del Club del Trueque, los que propugnamos el canje como modalidad nueva de intercambio de productos y servicios, los microemprendedores/as desparramados y desprotegidos, los profesionales en descenso económico y social, en fin, romper las reglas del mercado existente y «oficial».
Les aclaro que soy una emprendedora dedicada a asistir a microemprendedores.
Por un golpe de mercado. Hace unos meses, muchos argentinos supusimos que podíamos tomar decisiones, intervenir en el diseño de nuestras vidas, y fue un gran gusto. Los ricos y el gobierno se asustaron. Ahora, con otros sustos en el cuerpo, siguen decidiendo lo inmediato de nuestro futuro sin que muchos encontremos cómo intervenir. Hemos vuelto a ser espectadores del desastre, y es desesperante.
Nos desespera, y en esa desesperación estábamos cuando se nos ocurrió proponerles un golpe de mercado. Ellos nos corren con el poder de «los mercados»: que si los bonos, el dólar, la hiper, como si no fuera decisiones que ellos toman. Y nosotros no sabemos qué hacer.
El mercado, según ellos, es una especie de monstruo turbio incontenible abstracto que maneja nuestras vidas. Pero, en verdad, el mercado son ellos: sus políticas, su poder para controlar el dinero, para tomar las medidas que condicionan todo lo que hacemos, para obligarnos a acatar esas medidas. Y nosotros los miramos hacer, aterrados.
Sería bueno mostrar que no siempre es así. Para eso los convocamos el viernes 3 de mayo a las 10 de la mañana, alrededor de la esquina de Perón y San Martín: todos los que produzcan algo, todos los que quieran vender o comprar o trocar o cambiar algo, vengan con sus productos, sus demandas, sus ganas. Queremos montar, en medio de sus mercados de nubes de pedos que nos hunden, un gran mercado de cosas verdaderas, materiales, de esas que sirven para comer, abrigarse, disfrutar. Queremos ocupar su centro de operaciones. Queremos llevar la realidad al centro de su gran bolazo.
Queremos decir que el mercado somos nosotros -y que no siempre nos dejamos.
Hasta el viernes,
(Esta convocatoria fue pensada por Martín Caparrós, Florencia Lafuente, Miguel Rep, Eric Calcagno, Luis Laporte y la gente de los Clubes del Trueque; si podés, forwardeala a cuantos más mejor; si querés, sumá tu nombre a ella).»
Inés Arribillaga.
La respuesta de Caparrós
Brilla el sol, felicidad rebosa, la patria resplandece. Hoy era un día para hablar del piafar de corceles, crines enmarañadas, garañones al viento victorioso pero, en cambio, voy a contarles una historia triste.
– Espere, antes quería felicitarlo por el éxito de lo del trueque.
– ¿El éxito de qué?
– De lo del trueque, Caparrós, lo que hicieron el viernes.
«La palabra precisa siempre miente más que la que presenta sus indecisiones. Aunque todas mienten, al final».
André Malraux
Yo ahora escucho trueque y la sangre se me borbotea, pero mi abuelo solía decirme que descreyera de la palabra éxito. Es tan raro que ahora la usen como la usan, me decía: mi abuelo era médico español y me explicaba que la palabra éxito viene del latín y significa salida, terminación, el resultado de algo -como en inglés exit– y que ese resultado puede ser bueno o malo: éxito letal se llamaba en medicina al final de una enfermedad que terminaba en muerte. Ahora, por alguna rara claustrofobia, el castellano adoptó la salida como un signo de victoria y el «éxito» -letal, para tantos letal- es una de las palabras estandarte de la época.
– Triste no me parece, mi estimado, pero más aburrida…
Peor fue lo del éxito del trueque: triunfo de una truchada muy menor. La historia había empezado hace cinco semanas, aquí, en estas mismas Palabras -o poco más o menos. «Con un par de amigos se nos ocurrió que quizás podemos intentar alguna movida», decía aquel artículo. «Estamos pensando en organizar algo fuerte para el martes a la mañana, cuando abran de nuevo bancos y casas de cambio.
Quizás podamos plantarnos muchos en el microcentro, rodear los bancos, tratar de contarles a los que esperan para comprar dólares cómo su salvación individual nos hunde, buscar otras maneras, en una de esas convocar a todo tipo de productores a que vayan con lo que hacen a la city, esa mañana, para ofrecer productos reales en lugar de papeles verdes. Si somos muchos, si llevamos de todo, quizás hasta podamos convertir ese lugar en un mercado verdadero: dar un auténtico golpe de mercado. No sé, hay que verlo», escribí entonces.
No pudimos hacerlo tan rápido. Durante un par de semanas seguimos conversando -Florencia Lafuente, Miguel Rep, Eric Calcagno- y, entre otras cosas, se nos ocurrió convocar a gente de diversos clubes del trueque. Los llamamos porque nos atraía su propuesta -aunque después, cuando nos enteramos de ciertas prácticas, nos fue gustando menos. Los de la Red Global y la Red Solidaria se interesaron por participar en el mercado que les proponíamos, y seguimos adelante.
Con uno de ellos, un tal Luis Laporte, Global, volvimos a encontrarnos para organizar el asunto; tanto, que cuando escribimos la convocatoria para el «golpe de mercado» le ofrecimos que la firmara con nosotros.
Allí llamábamos a rechazar «el mercado» que fija la cotización de nuestras vidas y, para eso, convocábamos a «todos los que produzcan algo, todos los que quieran vender o comprar o trocar o cambiar algo, vengan con sus productos, sus demandas, sus ganas. Queremos montar, en medio de sus mercados de nubes de pedos que nos hunden, un gran mercado de cosas verdaderas, materiales, de esas que sirven para comer, abrigarse, disfrutar. Queremos ocupar su centro de operaciones. Queremos llevar la realidad al centro de su gran bolazo. Queremos decir que el mercado somos nosotros -y que no siempre nos dejamos».
El viernes 3 a las 10 de la mañana, en la esquina de San Martín y Perón había bastante gente -y muchos de ellos pertenecían a la Red Global. A las 10 y 10 los puestitos invadieron la calle San Martín: empezaron a sonar sirenas, llegó la policía, les dijimos que no tenían nada que reprimir, conseguimos quedarnos. Enseguida llegaron también los medios: la densidad de periodistas por metro cuadrado era impactante. Miguel, Eric, Florencia, yo no nos precipitamos sobre ellos: pensamos que cualquiera que hablase diría lo que habíamos convenido.
Pero gente de la Red Global -el tal Laporte ex-puntero radical, una señora María muy desaforada y algunos más- les contaron que se trataba de un club de trueque en plena calle. Así salió por la televisión y en la mayoría de los diarios del día siguiente -salvo Página/12, que contó la verdadera historia.
Para los grandes medios era más fácil presentar esa escena pintoresca que decir la verdad; me constan casos en que la sabían y eligieron callarla. Así que, en las docenas de comentarios que escuché, el «golpe de mercado» pasó a ser «lo del trueque». Los del trueque trocaron lo que habíamos acordado por lo que creyeron que les convenía, y fue una pena. A ninguno de nosotros le importaba la paternidad de la idea; sí que esa idea no se desnaturalizara, no se desactivara.
-¡Afuera, váyanse! ¡Acá no aceptamos plata, esto es trueque!
Gritaban esa mañana truequistas desaforados mientras empujaban y patoteaban a un artesano que quería vender sus anillos y a un artista que había montado una instalación a base de libros. Los echaron: participantes de una movida contra el poder económico -que excluye por la fuerza de sus millones a millones de personas- excluían a otros participantes por la fuerza. Los truequistas habían convertido el espacio público que queríamos ocupar en una nueva zona de exclusión. Fue muy decepcionante -por demasiado conocido.
– ¿Y qué querés? Con el país como está, ¿por qué esto va a ser distinto? ¿Por qué vamos a ser mejores?
Me dijo un amigo. Quizás tenía razón; ojalá no. Pero es una historia -queda dicho- muy menor, que no merecería un relato; sólo, si acaso, porque no puedo dejar de preguntarme por qué resultó así.
Con el golpe de mercado quisimos probar una forma de intervención: que un grupo de gente con cierto acceso a los medios y -quizás, a veces- un par de ocurrencias, pueda lanzar ideas para que los que quieran las retomen, las usen, las cambien, las relancen: entregarlas.
Y que el hecho de haber lanzado una idea no signifique ninguna cuota de poder, de control sobre los resultados de la idea: no usar nuestro -escasísimo- poder para concentrar poder sino para difundirlo. Por eso no quisimos hablar demasiado con los periodistas el viernes pasado, por eso no quisimos ocupar el frente de la situación.
Pero ahí vino el problema: ¿qué pasa cuando ese uso de una idea termina desarmándola? ¿Qué forma de intervención entonces? ¿Tendríamos que haber tratado de mantener el control? ¿Hay que embarrarse en la política politiquera, hacer como esa gente del trueque que se precipitó sobre los micrófonos para darle a lo que estaba sucediendo el título que querían y cambiar así su contenido y sacar «el rédito político»?
Si así fuera, entonces, ¿vale la pena lanzarse a iniciativas que necesitan, para salir adelante, los viejos métodos contra los cuales son lanzadas? ¿O se trata de aguantarse este tipo de cosas, de equivocarse muchas veces hasta que quizás algo suceda? ¿Insistir, sin embargo?
Seguramente sí. Pero antes quería contarles esto, porque tenía ganas de contarlo y, también, porque me parece que lo que nos pasó el viernes pasado en San Martín y Perón les pasa a muchos que, en estos días confusos, buscan un cambio en las maneras de cambiar. ¿No quieren discutirlo?
Hasta aquí la nota recibida por Martín Caparrós al preguntarle sobre el incidente el 8 de mayo 2002.
Apuntes para una nueva mirada. O las reflexiones de Inés
¿Y qué encontré?
Que la propuesta tenía autoría y dueño y destino: pertenecía a los del Club del Trueque y la gente que no pertenecíamos a él, éramos unos aprovechados, desvirtuábamos un concepto y usurpábamos un espacio. Los «no pertenecientes» eran obligados a levantar sus petates porque comerciaban por «dinero» (así fue como el señor que vendía artesanías indígenas se fue).
Que si Lanata y Martín Caparrós publicitaban esto era porque eran unos «zurdos» y estaban aprovechando el prestigio y era para tener «cartel». Zurdos, como si tener una postura política los hiciera malos. ¿Y?, les dije, como si yo pensara que si Ud. es peronista es menos persona o vale distinto.
– Oh, dije, más de lo mismo!
Otra vez el viejo recurso de los «verdaderos» y los «falsos». Los «buenos» y los «malos». Los blancos y los negros. Los nuevos y los viejos. Los de protesta social y los zurdos o vaya a saber qué. Cuando denuncié esto entre la gente que opinaba de esta forma, respondieron: «bueno que vayan a hacer la convocatoria ellos» que armen algo así, que vayan a otra parte.
¡ Pero si este lugar (plena city porteña y plena mañana de viernes) no «es» de Uds., es una propuesta nueva! Qué tiene de malo que estemos todos!
Inútil y estúpida discusión o no tan estúpida: vale la pena discutir estas cosas.
No creo que sea cómodo ni fácil remover siglos de pensamiento vertical y dogmático, de operatoria de la apropiación y manejo de las cuotas de poder. Sé que es complejo y tremendamente comprometido porque lo llevamos metido hasta el tuétano o la médula de nuestra frágil estructura humana. Pero tenemos que hacerlo, no nos queda otra que meternos con nosotros mismos: aprender qué es eso de la horizontalidad.
Me acordé de mí misma cuando «militaba» en las filas del «antifilicidio» contra el que alertaba nuestro paradigmático pope psicoanalítico Arnaldo Rascovsky y los «buenos padres» arremetíamos contra los «malos», cuando enrolada en una corriente de pensamiento psicológico resistido por el resto, creía tener la verdad sobre el estudio de las enfermedades somáticas. Era joven y tuve que pasar por la «fase fanática».
Pero también me acordé de la gestión en la Mutual de Psicólogos y la ideología «mutualista» y venían los nuevos socios a pedir que se cerrara la lista de prestadores psicológicos porque éramos muchos y no tendrían trabajo todos (claro que una vez que ellos habían accedido a la lista y no antes). O cuando en una cátedra universitaria se nos pidió que si nos habíamos retirado de la institución «madre» (a la que pertenecíamos hasta entonces) entonces no podíamos continuar en el cargo (algo así porque ya no éramos del seleccionado). Siempre el mismo recurso mental: nosotros los iluminados y ellos los entenados, subversivos, opositores, distintos, es decir que por la lógica de la dicotomía y disociación, enemigos, los que no-son.
Sé que esta operatoria está en la base de toda discriminación y exclusión. No estoy diciendo que no se pueda pertenecer a un grupo o propuesta, lo que digo es que esto mismo no puede funcionar como mecanismo automático de descalificación o apropiación de la verdad.
Sé también que los discursos son falaces porque se dicen muchas cosas y se hacen otras que generalmente no tienen que ver con lo declarado verbalmente. Esto de que podemos hacer afirmaciones maravillosamente inclusivas o espirituales o de valores éticos y en la práctica cotidiana nuestro accionar estar en las antípodas (el famoso doble mensaje). Bueno, no tenemos que ser demasiados eruditos porque justamente esto es lo que nos trajo a donde estamos. ONGs que se quedan con los subsidios para los programas de bien público, profesionales/funcionarios/investigadores que arman programas para subsidiar y sostener sus propios trabajos e ingresos. Y así al infinito. Bancos que «respaldan» y resultan que «saquean» descaradamente.
Cito a Ximena Bredegal. (Coordinadora del Centro de Investigación y Capacitación de la Mujer A.C. (CICAM), editora de la Triple Jornada y del sitio feminista en Internet Creatividad Feminista) para referirse a un feminismo frente a nuevo desorden patriarcal:
«Uno de los principios políticos y filosóficos de una postura antipatriarcal es el hacer las cosas rompiendo las dicotomías entre presente y futuro, entre lo posible y lo deseable, entre la parte y el todo, entre la forma y el contenido, por lo demás consustanciales a la lógica y a la práctica patriarcal y en el que también se han venido enredando los feminismos.» (Recibido por RIMA (Red Informativa de Mujeres de Argentina).
Y es que lo suyo me suena parecido a lo que quisiera proponer, que esta lógica del «nosotros y ellos» o «la verdad es mía, mía», está en la base de nuestra incapacidad para sumar, incluir, debatir y crear otra realidad. Cerrarnos a escuchar, a dudar, a intercambiar nos lleva a quedarnos con un pedacito de la realidad y como todo aspecto parcial que es interpretado como el todo, limitamos la posibilidad de aprender y de modificar nuestros esquemas referenciales.
En el mismo sentido opera la multiplicación de propuestas similares, con idénticas intenciones que se cierran a encarar un espacio compartido de experiencias. Todos se quedan con sus propuestas y replican sin sentido (o lo tiene?) los esfuerzos, aprendizajes, desarrollos, obstáculos e historia. Entonces sentimos que tenemos que inventar la rueda cada vez porque al no compartir la información ni dejarnos entrar en lo que saben, somos primitivos aprendices del fuego. O si ya aprendimos algo, llegan los apropiadores, los que buscan el conocimiento que tan costosamente conseguimos pero no para sumarse o aportar sino para ir a reproducir algo que tenga el sello de algo propio, personal, donde se reine como artífice original y se impongan las reglas de propiedad garantizada.
Nosotros como pueblo, pareciera que elegimos la vía narcisista y lamentablemente, es una de las cuestiones que nos han traído a donde estamos. Estamos muriendo y seguimos aferrados a la tribu propia.
Necesitamos de protagonismos diferentes. Necesitamos desesperadamente utilizar la metáfora de la red, esa concepción de nosotros mismos y el mundo como algo que se construye con la diversidad, con la divergencia, con los espacios abiertos, con la interconexión simultánea entre diferentes registros y niveles de la experiencia. Necesitamos aprender que podemos tener tribus, espacios de pertenencia o de identidad pero que no representan el universo y que ni siquiera podemos vivir todo allí porque nos estamos perdiendo mucho más de lo que tenemos. Nos deja niños, nos impide desarrollar el espíritu crítico, la creatividad, la madurez.
Y se me ocurre que entonces funcionamos como los fanáticos de las nuevas religiones, profesamos un credo que solo nos pide una cosa: la división y segregación, no pensar, la esclavitud y la lealtad a sus consignas (que no son las del dios sino de sus representantes autodesignados: los pastores)
Todos los días trato de liberarme de estas amarras, sé que es difícil pero los tiempos nos están diciendo que es imperioso cambiar.
Brindo por ello.
Inés Arribillaga