Hace algunos años, cuando trabajaba en el negocio inmobiliario, tenía una colega a la que llamaré Georgia. Georgia tenía todo lo necesario para ser una promotora exitosa.
Era brillante, bien estructurada, educada y divertida. Conocía su producto, hacía contratos rigurosos, era una gran negociadora. Probablemente, lo que todavía es más importante, tenía la buena fortuna de ser la hija de unos padres muy bien relacionados y de perfil alto. En resumen, tenía “conexiones”.
En el papel suena muy bonito, pero la verdad es que Georgia hacía muy pocos negocios. En realidad no tenía necesidad alguna de hacerlos, después de todo tenía un fondo fiduciario…
Raramente venía a la oficina y cuando lo hacía, siempre lo hacía en compañía de su perro, un Labrador Negro.
Su auto –- una herramienta sumamente importante para una promotora inmobiliaria — lucía como si hubiese sido clausurado por el Comité de Salubridad. Seguramente sabe a lo que me refiero: vasitos viejos de café, cajas de pizza, pelos de perro, ceniceros que rebalsan de colillas y, tan pronto como abría una puerta, una fragancia que sólo puede ser descripta como «eau de perro mojado.» 🙂
A pesar de sí misma, de vez en cuando, Georgia, cerraba una buena venta. Sus clientes eran, inevitablemente, amigos de sus padres y el negocio de alguna manera le venía de arriba. Por favor, no me malinterprete. Georgia era una muy buena promotora inmobiliaria, CUANDO elegía trabajar. Nadie brindaba un mejor servicio ni trabajaba tanto para cerrar un trato.
Se preocupaba por sus clientes (cuando tenía alguno) y trabajaba muy duro en su beneficio. Lo único que impedía a Georgia ser una GRAN promotora era que no necesitaba trabajar y por eso nunca se preocupaba por las cosas mundanas sobre las que el resto de nosotras/os tendemos a pensar, como conseguir clientes, por ejemplo.
Esta realidad se me impuso cuando un sábado por la tarde fui a la oficina a buscar unas llaves para mostrar una propiedad a la mañana siguiente. Georgia entró frenética (y su labrador con ella) porque había estado con su perro en el parque y había perdido el sentido del tiempo; ahora repentinamente se había dado cuenta que tenía que hacer la evaluación de una propiedad para un potencial cliente (naturalmente amigo de mamá y papá) y casi no tenía tiempo.
Entre las muchas cosas que tenía que hacer a las apuradas se encontraba una gran cantidad de fotocopias, por lo que le ofrecí ayuda, cuando me dirigía hacia la fotocopiadora, gritó, «Usá mi código.» (la empresa le cobraba a los promotores las fotocopias, por lo que cada uno tenía que ingresar un código identificatorio para usar la fotocopiadora.)
» ¿Cuál es tu código?» Pregunté.
«007,» contestó.
«¿007?» Reí.
«Sí,» respondió. «El gerente dice que como prospecto tan poco, ¡en verdad debo ser un agente secreto!»
Tenía razón. En realidad era un agente secreto. Nunca se molestaba en decirle a la gente cómo se ganaba la vida. Nunca buscaba negocios. Nunca se involucraba en organizaciones comunitarias o en la Asociación Inmobiliaria local. Nunca se ofrecía como voluntaria para nada. Nunca escribía artículos. Nunca ayudaba a nadie a progresar en su carrera. Nunca creaba la oportunidad de hablar en frente de sus colegas. Nunca sacaba el mejor partido de sus contactos.
No se le ocurría pensar que la gente que conocía podía traerle negocios dándole referidos. En cambio se quedaba esperando cualquier negocio que le cayera del cielo, cortesía de papá y mama, quienes periódicamente hacían un poco de networking en beneficio de su hija.
Ella nunca buscaba el cliente de la forma en que la mayoría de nosotras tenemos que hacer. No hacía alianzas estratégicas. No se unía a grupos de networking, no asistía a eventos y seminarios relativos a su negocio.
En su caso, en realidad no importaba, porque tenía ese bendito fondo fiduciario al que recurrir. ¿Cuántos de nosotras/os, me pregunto, sin tener la buena suerte de haber heredado una fortuna, también actuamos como si fuéramos “agentes secretos”?
Tal vez me equivoque, pero me parece que James Bond es el único Agente Secreto, que yo haya escuchado que realmente es exitoso. Está haciendo una fortuna. Todo el mundo lo conoce. La gente hace cola, ansiosa por desprenderse de su dinero, sólo para pasar unas pocas horas, viéndolo hacer lo que hacer mejor.
El resto de nosotras/os, temo decir, no somos tan afortunados. Tenemos que estar en la calle visitando a la gente que necesitamos ver, haciendo los contactos que necesitamos y haciendo cada cosa que es necesario hacer para sobrevivir en estos tiempos competitivos.
Necesitamos objetivos específicos, mensurables, definidos en el tiempo, para aumentar y fortalecer nuestras redes de contactos (networking) y necesitamos planes de acción concretos que nos ayuden a lograr esos objetivos. Necesitamos recordar que tenemos que pedir referidos y también darlos generosamente.
También necesitamos afilar nuestras habilidades para gestionar nuestro tiempo, de forma que podamos prospectar efectivamente Y a la vez vivir nuestra vida.
Conclusión: la única ocasión en la que vale la pena ser un agente secreto es en las películas o cuando heredamos cierto patrimonio. Desdichadamente, para el resto de los mortales sólo nos queda prospectar a lo loco.