Denis de Rougemont en «El amor y Occidente» señala que la invención de nuestra concepción occidental del «amor», con la fuerza que extrae de la «pasión», se remonta a los 3 primeros decenios del siglo XII, período en que comienza la poesía y luego la prosa del Amor Cortés que formó parte de una revolución en las ideas y costumbres de Europa.
Produce asombro pensar que sentimientos que suponemos eternos y universales tal como los vivimos, resultan ser creaciones históricas «con lugar y fecha», producto de complejas motivaciones inter-dependientes, y que sobre ellas se organizó la visión occidental de las relaciones entre los sexos que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen profundamente arraigadas en nuestra cultura, ejerciendo influencia inconsciente, aunque hayan adquirido posteriormente distintas formas de ropaje histórico.
Ubiquémonos en la época. Es la Baja Edad Media. Se trata de un momento de gran expansión en Occidente. El comienzo de la evolución de las ciudades, con la incipiente creación de la burguesía, son fenómenos que ya evidencian múltiples efectos. Los otros ámbitos donde se desarrolla la vida en este período son los monasterios y las Cortes.
La Iglesia está empeñada en la reforma eclesiástica que busca imponer, en las clases altas, el sacramento del matrimonio como única posibilidad de sexualidad que permite el acceso a la mujer (pero solo una y legítima) sólo para algunos hombres (los herederos de la tierra, que deben engendrar herederos). Para el resto, la mayoría, está vedado el camino a la mujer y, desde adolescentes, puebla los monasterios o engrosa las Cortes donde es educado (para transformarse en caballero), por el señor que es el dueño de la tierra y de la dama.
La doncella «de buena cuna» que estaba destinada a casarse, (solo algunas), se convertía en esposa desde la pubertad. Otras se transformaban en esposas de Cristo y están las que vivían en las Cortes. En el último decenio del siglo anterior han comenzado las Cruzadas a Tierra Santa (y con ellas se pone «de moda» el cinturón de castidad; tanto era el temor de los señores a la posible bastardía que proviniera de la mujer).
Con el sacramento del matrimonio, la Iglesia se aseguraba el control político sobre dichas alianzas. Exigía no romper nunca la unión conyugal y al mismo tiempo anularla de inmediato si se comprobaba incesto (si los casados eran parientes hasta en séptimo grado). Como toda la clase alta estaba emparentada entre sí, esto colocaba a la autoridad eclesiástica en posición de decidir en esta materia.
Con declarar la consanguinidad, y por lo tanto el pecado de incesto, se resolvían estas cuestiones. Ha llegado hasta nosotros el nombre de una mujer de aquel período que, para anular su matrimonio, adujo incesto en 4to. grado.
Es Leonor, esposa del rey de Francia Luis VII; pero la anulación se realizó 3 años después, sólo cuando la solicitó el marido.
Guillermo IX o Guillermo de Poitiers es considerado el padre del amor en Occidente (Leonor es descendiente suya).
Es un poderoso príncipe cruzado, de lo que hoy llamamos Francia, y se lo ubica como el primer trovador europeo. Era poco creyente y su poesía comienza como una parodia a la recién nacida exaltación religiosa a la Virgen, que se había extendido por todo su entorno. (Llama la atención esta entronización de la Virgen en aquel mundo de hombres. Los motivos de este fenómeno son muy interesantes pero exceden el presente escrito).
Guillermo utiliza las formas y los ritmos de los himnos religiosos y, del latín, los pasa a la lengua vulgar, con el propósito inicial de promover las relaciones sexuales. Pero a medida que realiza nuevas composiciones es transformado por su creación poética, y podemos observar el nacimiento de una nueva forma de concebir los vínculos entre el hombre y la mujer, que se organiza apoyándose en el amor a lo divino.
Es decir que el amor místico estuvo en la raíz de la forma en que se organizó el amor profano en Occidente. Este acontecimiento significó la creación del amor-pasión y a partir de entonces se difundió por todas las Cortes europeas, las que sostenían a poetas encargados de esta producción, para su solaz y esparcimiento.
El amor cortés inaugura el cortejo de la mujer por parte del hombre, inexistente hasta entonces. Antes, lo habitual era su apoderamiento sin muchas contemplaciones, como de hecho siguió ocurriendo en las clases bajas.
Recordemos que «pasión» es la acción de padecer y no debe asombrarnos que, desde entonces, las historias amorosas que más nos conmueven tengan su cuota de sufrimiento siempre presente. Es un afecto intenso que cuando se instala en el sujeto, puede llegar a dominar su voluntad y su razón, y que acentúa el poder del destino sobre la persona.
El fervor amoroso hacia la dama terrenal (aquellas casadas con los caballeros), la eleva por encima de los hombres y se la endiosa poéticamente.
Nos engañamos, sin embargo, si pensamos que la mujer, como por arte de magia se transformó entonces, de costilla de Adán, en una sujeto independiente. A través de esta posesión, de esta mujer objeto de culto, se cantaba fidelidad y vasallaje al señor, su dueño. No debe asombrarnos, pues aún hoy se observan las dificultades de aquel desprendimiento bíblico.
Pero se ha producido un movimiento; se ha bajado esa mirada exaltada desde los cielos hacia lo terreno, y en especial hacia la mujer, aunque muy idealizada. Esa incipiente mirada abre el campo a la indagación del mundo físico que antes estaba fuera del enfoque de los intereses de la época. Los siglos posteriores, hasta nuestros días, dieron muestras suficientes del avance que este hecho significó para el pensamiento occidental.
Eran poemas y romans de amor y de guerra. El héroe, conocedor de las reglas de cortesía, se admiraba y proponía como ejemplo a seguir. La mujer, siempre cantada por el hombre, era la imagen de lo que se esperaba o criticaba de ella. De esta manera se estructuraban, a través de la palabra, formas de sentir y pensar que aún muestran su vigencia.
Muchas de estas obras literarias exaltaron al amor humano al mismo tiempo que promovían la renuncia al deseo carnal, la castidad de este amor-pasión como máximo poder de la voluntad del hombre. Otras fueron destacando las bondades del dominio de sí mismo, la contención sexual, hasta su consumación en la vida matrimonial, sobre todo después de que la economía mercantil se afianzó, facilitando (por cuestiones económicas) el acceso a la mujer, de muchos hombres que antes estaban condenados al celibato.
Georges Duby, en «Mujeres del siglo XII«, señala que se trasluce el carácter didáctico que adquirieron estas creaciones supervisadas por el príncipe feudal o generadas en los monasterios, que entusiasmaban y divertían al medioevo, impulsando nuevas normas de comportamiento, que los caballeros y las damas y doncellas de las cortes se apresuraban a imitar.
Aportaron así a la conformación cultural de muchos rasgos, tanto de la identidad femenina como de la masculina en Occidente, en una sociedad que cambiaba de manera violenta y revolucionaria y que estaba empeñada en fijar las bases de su organización.