Cuando la Capilla Sixtina fue restaurada y abrió sus puertas al público en 1994, sus frescos volvieron a evocar una difundida imagen de Miguel Ángel: el genio solitario que se debatía entre la agonía y el éxtasis, tumbado boca arriba sobre un andamio con un pincel en la mano.
De hecho, esa imagen es falsa. Lo cierto es que el gran artista del Renacimiento, cual próspero empresario del siglo XXI, tenía muchos empleados a los que no dejaba ni a sol ni a sombra.
Ciertos documentos hallados recientemente en archivos de Florencia y Pisa arrojan luz sobre su faceta de administrador y demuestran sus preocupación por los mas ínfimos detalles.
Hace unos 475 años, Miguel Ángel era el director general de una compañía entre pequeña y mediana (su taller) que, en el curso de los años, rindió cuentas a varios presidentes del consejo sumamente exigente: los Papas.
El mito romántico de que trabajaba solo, se acomoda a nuestra idea del artista creador, pero la verdad es que casi nunca trabajo así. Por lo menos 13 subordinados lo ayudaron a pintar el techo de la Capilla Sixtina: a unos 20 los dirigió en la talla de las tumbas de mármol de la Capilla de los Medicis, en Florencia, con sus alegorías escultóricas del Día y la Noche, la Aurora y el Crepusculo. Durante los 18 años que dedico a la construcción de la Biblioteca Laurenciana de Florencia, supervisó a una cuadrilla de cuando menos 200 trabajadores.
Sus ayudantes fueron conocidos, porque una vez a la semana anotaba el nombre, el número de días trabajados y la paga de cada uno. Con la mayoría tenía tal familiaridad que los llamaba por sus apelativos cariñosos (Berto, Bello, Boco, Bondo) ó por apodos como la Mosca, Zanahoria, Chalado y Ladrón.
Como buen Gerente de Recursos Humanos, Miguel Ángel sabía de que pie cojeaban sus subalternos. Michele era mentiroso y poco de fiar. Rubechio, un sinvergüenza, Pietro, un petimetre al que le importaba más la ropa fina que el trabajo. Sin embargo, aunque sus ayudantes a veces lo decepcionaban, Miguel Ángel nunca los despidió. «Hay que armarse de paciencia», escribió al comentar un trabajo de mala calidad.
Los ayudantes disfrutaban de vacaciones flexibles, buena paga y empleo seguro, salvo cuando la muerte del mecenas papal interrumpía los ingresos de la compañia. Muchos permanecieron en la nómina durante 19, 20 o 30 años, antigüedad notable si se tiene en cuenta la expectativa de vida de la época.
Los estrechos vínculos del artista con sus empleados garantizaban la estabilidad de la mano de obra y control de calidad de la empresa. Sin embargo, cuando Francesco da Sangallo le entregó una talla chapucera, Miguel Ángel le rebajó la paga y anotó «no quiero darle más si no cumple lo que ha prometido».
El Miguel Ángel empresario
Tenía tenía muchas facetas: después de proyectar la fachada de una iglesia, una biblioteca y un mausoleo, todo en Florencia, reorganizó a la elite de los escultores de mármol asalariados para que pudieran materializar sus proyectos.
De gran capacidad mediadora, cambiaba los planes y resolvía las dificultades sobre la marcha. Todos los días recorría la cadena de montaje, y trabajaba casi todos los sábados y la mayoría de los días festivos. En suma, Miguel Ángel era un administrador que estaba en todo y llevaba cuenta hasta el último detalle de la operación. Como el mismo escribió, para supervisar a los escultores que trabajaban en la Biblioteca Laurenciana había que «andarse con cien ojos».
También alentó la creatividad, la iniciativa y la competitividad de sus ayudantes en el diseño y la ejecución de las obras. Para construir la Iglesia de San Lorenzo, el edificio mas majestuoso de Florencia, utilizó mármol de canteras alpinas que todavía hoy son casi inaccesibles. Esto le exigió organizar un sistema de transporte de trineos tirados por bueyes.
Además, seleccionó los sitios de extracción y revisó los bloque de mármol uno por uno, regateo con los carreteros los precios de sus servicios e hizo dibujos hasta para el detalle mas ínfimo del proyecto. En el reverso de los dibujos hacia cuentas, anotaba suministros de cereal, redactaba cartas y componía poemas.
En 1564 murió este genio creador y sagaz ejecutivo, tan dotado para lo mundano como para lo sublime, aunque su estilo de administrar, como el de tantos empresarios, tenia fallas ocasionales, hay que reconocerle el extraordinario mérito de haber sacado lo mejor de si mismo y de sus colaboradores. Dejó a sus clientes enteramente satisfechos mientras vivió… y hasta la fecha.