El movimiento consiste en despojarse de la palabra pública: esa zona se funde con el aparato disciplinario, y su no decir surge como disfraz de una práctica que aparece como prohibida. Juana decide entonces que el publicar, punto más alto del decir, no le interesa.
Lo que una cultura postula como su zona valorada y dominante, allí es donde Juana dice «no sé», no digo, me abstengo, y marca otra vez que decir, escribir, publicar (que ahora constituye una serie) es una exigencia que proviene de los otros y se liga con la violencia: «Y, a la verdad, yo nunca he escrito, sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia».
El decir público está ocupado por la autoridad y la violencia: otro es el que da y quita la palabra. El Obispo publica (y ella a la vez que agradece protesta: no quiero publicar, me fuerzan); el Obispo escribe (y ella: no sé responderos); el Obispo ordena estudiar lo sagrado (y ella: no sé, tengo miedo). Juana, en tanto mujer, dice que es aquella en quien se otorga y se quita y se exige la palabra (pensemos en la confesión), no quien la toma como su dueña.
Nos interesa especialmente el gesto del superior que consiste en dar la palabra al subalterno; hay en Latinoamérica una literatura propia, fundada en ese gesto. Desde la literatura gauchesca en adelante, pasando por el indigenismo y los diversos avatares del regionalismo, se trata del gesto ficticio de dar la palabra al definido por alguna carencia ( sin tierra, sin escritura), de sacar a luz su lenguaje particular.
Ese gesto proviene de la cultura superior y está a cargo del letrado, que disfraza y muda su voz en la ficción de la transcripción, para proponer al débil y subalterno una alianza contra el enemigo común.
Es muy posible que la publicación de la carta respondiera precisamente a la necesidad del Obispo de enfrentar a los otros. El gesto del Obispo, que se disfraza de Sor Filotea de la Cruz para escribir a Juana, es la transferencia a la carta del gesto de la publicación de la palabra del débil: él tapa su nombre-sexo para abrir la palabra de la mujer y publica, dándole nombre, el escrito de Juana (ella, a su vez, dio la palabra a los indios en sus poemas).
Pero el dar la palabra y el identificarse con el otro para constituir una alianza implican una exigencia simultánea: el débil debe aceptar el proyecto del superior.
El Obispo, que horizontaliza las relaciones con Juana al tomar nombre femenino, quiere recuperarla para el campo sagrado y que abandone lo que no cuadra a la religión. Si se llama Filotea (amante de Dios) es porque desde ese lugar es posible escribir a Sor Filosofía (amante del saber, autora de la carta digna del saber ateniense).
El seudónimo del Obispo y la publicación del texto-polémica constituyen la definición misma del proyecto que tiene para Sor Juana. Y allí es donde ella erige su cadena de negaciones: no decir, decir que no sabe, no publicar, no dedicarse a lo sagrado.
En este doble gesto se combinan la aceptación de su lugar subalterno (cerrar el pico las mujeres), y su treta: no decir pero saber, o decir que no sabe y saber, o decir lo contrario de lo que sabe.
Esta treta del débil, que aquí separa el campo del decir (la ley del otro) del campo del saber (mi ley) combina, como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración. Juana hace entrar en contradicción saber y decir; ese es el punto de partida de la cadena de contradicciones que proliferan en el texto.
Su lugar propio es el del decir y el saber; si escribir es «fuerza ajena», «lo mío es la inclinación a las letras»; no estudio para decir, enseñar, escribir, sino «para ignorar menos». Y cubre de silencio el espacio del saber: los libros son mudos («sosegado silencio de mis libros», «teniendo sólo para maestro un libro mudo» dice en tono de queja), la lectura se desarrolla desde San Ambrosio, maestro de San Agustín, sin habla. Desde esa otra red, donde se juega ya no su decir sino su verdadera práctica, Juana escribe sobre el silencio femenino.
Segundo movimiento
Saber sobre el no decir. Este movimiento implica una reorganización del campo del saber. Para discutir la sentencia de Pablo sobre el silencio de las mujeres en la iglesia, erige una doctrina de la lectura (no propia, no revulsiva sino estrictamente escolástica) que niega la división entre saber profano y saber sobre el más allá, en un árbol de las ciencias (a la manera de Raimundo Lulio) en cuya cúspide se encuentran los textos sagrados. Para llegar a ellos y a la teología, como le aconseja el Obispo, dice que «hay que subir por los escalones de las ciencias y las artes humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancillas?».
Y enumera: lógica, retórica, física, aritmética, geometría, arquitectura, historia, derecho, música, astrología. Estas ciencias están encadenadas unas con otras. En el registro de su biografía cuenta las dificultades que tuvo para estudiar estas ciencias (esclavas, puesto que sin ellas no hay altura); le prohibieron durante tres meses el estudio, pero (el gesto de la resistencia) «aunque no estudiaba en libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal».
Siempre es posible, entonces, anexar otro espacio para el saber. No sólo no hay división entre saber sagrado y profano, sino que no hay división entre estudiar en libros y en la realidad. Ha descubierto «secretos naturales» mientras guisaba: «Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por el contrario, se despedaza en almíbar».
Y finalmente, en la medida en que no hay división en su campo, no es posible escindir mujeres y hombres para el saber, que sólo admite la diferencia entre necios, ignorantes, soberbios por un lado, y sabios y doctos por el otro. Juana encontró un espacio pues situado más allá de la diferencia de los sexos.
Y el conocimiento, adquirido en silencio, le permite leer de otro modo la sentencia de Pablo sobre el silencio que deben guardar las mujeres: en la iglesia primitiva, dice, ellas se enseñaban doctrina unas a las otras en los templos, y el rumor de conocimiento confundía a los apóstoles cuando predicaban.
Por eso Pablo les llamó callar. «No hay duda que para la inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres, ceremonias, proverbios y aún maneras de hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las divinas letras».
Juana nos da aquí una lección de crítica literaria e ideológica; la verdad dogmática y el régimen jerárquico, nos dice, borran de lo escrito la huella de la historia: a partir de una circunstancia concreta y dada, se erigió un dogma autoritario y eterno, una ley trascendente sobre la diferencia de los sexos. Este es su saber y decir sobre el silencio femenino.
Finalmente, acepta que las mujeres no hablen en los púlpitos y en las lecturas públicas, pero defiende la enseñanza y el estudio privado (defiende su escritura en verso y la polémica con Vieyra).
Aceptar, pues, la esfera privada como campo «propio» de la palabra de la mujer, acatar la división dominante pero a la vez, al constituir esa esfera en zona de la ciencia y la literatura, negar desde allí la división sexual.
La treta (otra típica táctica del débil) consiste en que, desde el lugar asignado y aceptado, se cambia no sólo el sentido de ese lugar sino el sentido mismo de lo que se instaura en él.
Como si una madre o ama de casa dijera: acepto mi lugar pero hago política o ciencia en tanto madre o ama de casa. Siempre es posible tomar un espacio desde donde se puede practicar lo vedado en otros; siempre es posible anexar otros campos e instaurar otras territorialidades.
Y esa práctica de traslado y transformación reorganiza la estructura dada, social y cultural: la combinación de acatamiento y enfrentamiento podían establecer otra razón, otra cientificidad y otro sujeto del saber. Ante la pregunta de por qué no ha habido mujeres filósofas puede responderse entonces que no han hecho filosofía desde el espacio delimitado por la filosofía clásica sino desde otras zonas, y si se lee o se escucha su discurso como discurso filosófico, puede operarse una transformación de la reflexión. Lo mismo ocurre con la práctica científica y política.
Desde la carta y la autobiografía, Juana erige una polémica erudita. Ahora se entiende que estos géneros menores (cartas, autobiografías, diarios), escrituras límite entre lo literario y lo no literario, llamados también géneros de la realidad, sean un campo preferido de la literatura femenina.
Allí se exhibe un dato fundamental: que los espacios regionales que la cultura dominante ha extraído de lo cotidiano y personal y ha constituido como reinos separados (política, ciencia, filosofía) se constituyen en la mujer a partir precisamente de lo considerado personal y son indisociables de él.
Y si lo personal, privado y cotidiano se incluyen como punto de partida y perspectiva de los otros discursos y prácticas, desaparecen como personal, privado y cotidiano: ése es uno de los resultados posibles de las tretas del débil.