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La Mujer y Su Firma

Cuando vemos la creciente participación de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad en las últimas décadas, especialmente en el mundo occidental, solemos dejar de lado el poco tiempo transcurrido en relación a los siglos en los que su único dominio reconocido era el privado y el matrimonio, su única profesión admitida.

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Recordamos entonces que el espacio público de la mujer está recién construyéndose y tanto en su interior como en la sociedad conviven los modelos tradicionales con las nuevas formas de posicionamiento.

En cada terreno a ganar hay enfrentamientos, y no es el menor lidiar con las emociones que se despiertan en ella misma, al remover las formas de comportamiento que se naturalizaron por siglos y siglos de costumbre.

Son muchas las leyes que fueron sancionándose y que avalan este proceso de cambio social, pero vale la pena tener presente que sólo es posible lograr el ejercicio pleno de dichos derechos adquiridos, cuando quien ha sido beneficiado por la ley (la mujer) es consciente y se responsabiliza en cada oportunidad en que debe hacer uso de su derecho.

El año pasado, en un encuentro entre empresarias italianas y argentinas, una de las visitantes comentó: «Las mujeres estamos hace mucho en las empresas pero antes, sólo nos llamaban para firmar«.

Esta frase se suma a una gran cantidad de consultas de mujeres en las que aparecen, entre otras, situaciones delicadas, muchas veces dramáticas y, sobre todo, costosas a nivel emocional (además del material).

Esas situaciones podrían haberse evitado de no haber existido la firma con la que otorgó su conformidad basándose en un modelo de pensamiento tradicional que sostiene la ilusión de que la estructura familiar (ámbito privado, de la mujer) que ella busca proteger, no se ve comprometida por cualquier documento (ámbito público, del hombre) en el que ella estampe su firma.

Sin embargo, ellas conocen las definiciones del diccionario sobre firma (el nombre y apellido o título de una persona, que ésta pone con rúbrica al pié de un documento escrito de mano propia o ajena, para darle autenticidad o para obligarse a lo que en él se dice).

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En tanto que para el Derecho: «la firma de una persona, puesta al pié de un escrito, tiene por objeto probar su consentimiento respecto del contenido de dicho escrito«.

Es más, las mujeres que caen en estas trampas culturales todavía en vigencia, (que son mucho más extendidas de lo que se supone), suelen estar habilitadas en el campo del conocimiento; profesionales y empresarias quienes están acostumbradas, en otras circunstancias, al manejo económico, y a quienes les sería relativamente sencillo asesorarse, si no mediaran poderosas y complejas causas inconscientes que postergan, a veces hasta puntos de no retorno, el reconocimiento del riesgo al que se han expuesto.

Analicemos la frase dicha por la empresaria italiana. «Las mujeres estamos hace mucho en las empresas…»: es cierto, como empleadas, obreras, secretarias, contadoras, etc.

Pero si «antes sólo nos llamaban para firmar» es porque las dueñas de esas firmas muy probablemente tenían sus propias ocupaciones y no participaban en las decisiones que luego avalaban en el acto de dar su consentimiento.

Supongamos que eran hijas, hermanas o esposas (o cualquier otro grado de parentesco) de los empresarios, y podían existir muchos motivos legales por los cuales eran necesarias sus firmas.

Tomemos un motivo legal muy común: Que la empresa haya empezado a funcionar luego del casamiento, o que se haya constituido con el aporte de bienes acumulados durante el matrimonio, es decir con bienes gananciales.

Hasta el año 1968, en la Argentina, no era necesaria la firma de la esposa para ninguna transacción comercial en el que se comprometiera un bien ganancial, ya sea para su venta, ser usado como aval o garantía, o ser hipotecado.

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Es decir que no existía, hasta entonces, la necesidad de solicitar su firma para comprometer un bien o venderlo. Ese era un terreno que la ley, hasta entonces, les había asignado a los maridos.

Entonces, en este caso específico, la historia de «ser llamada para firmar» comenzó en 1968 con la reforma del Código Civil (Ley Nro. 17.711- Arts. 1276/77). Hace 32 años en Argentina y, años más, años menos, en el resto de Latinoamérica y los otros países occidentales. (Para situarnos, los Beatles ya hacían furor desde 6 años antes).

Este instrumento legal colocaba a la mujer casada en una mejor posición para la defensa de sus derechos patrimoniales. Pero puso al descubierto que cada «señora de X» necesitaba revisar desde sus raíces la posición de vulnerabilidad y dependencia en que el mandato cultural la había ubicado hasta entonces desde tiempos inmemoriales.

Existían mujeres mejor preparadas para esta revolución interna, o las circunstancias externas no las expusieron a conflictos traumáticos. Otras fueron y siguen siendo llamadas una sola vez para firmar ante un escribano un poder que las desliga de esta responsabilidad.

Las demás empezaron y continúan concurriendo a firmar decisiones ajenas; muchas sin tomar muy en cuenta lo que en el documento se dice, o con la convicción de compartir esas decisiones, otras soportaron críticas por oponerse, sin temor a tomar un papel activo en su discusión al reconocer ella el lugar de poder que le había otorgado finalmente la ley.

En muchos casos este espacio fue reconocido y aceptado por el cónyuge.

Las hay quienes se incluyeron en la empresa ya formada o crearon empresas y sus maridos concurren a firmar cuando son llamados a hacerlo, y habrá que ver en cada caso de qué manera lo hacen.

Pero la cantidad de ejemplos actuales, para nada felices, en los que la mujer se apoya en el otro y da su firma suponiendo que de ese modo preserva el equilibrio familiar, nos informa de las profundas dificultades de este viraje y nuevo posicionamiento en un aspecto importante de la identidad femenina.

Una de las formas en que se observa más claramente que no todas pudieron atravesar creativamente esta problemática, es la desvalorización con que un número de mujeres califican a las que sufrieron situaciones penosas por dar su firma.

La desvalorización es una defensa con la que se busca negar una situación que despierta angustia por tratarse de hechos que repercuten dañando la esfera privada familiar, espacio tradicionalmente asignado al cuidado de la mujer.

No es común en los hombres esa actitud de desvalorización si otro hombre comenta haber vivido alguna situación de características semejantes, quizás porque la experiencia de siglos ya les ha enseñado que nadie está exento de tropiezos en el ámbito público, y a lo mejor por eso suelen (aunque no siempre) leer con más detenimiento a lo que se comprometen.

Silvia Chauvinhttps://www.mujeresdeempresa.com/
La Arquitecta Silvia Chauvin es editora de Mujeres de Empresa, escribe sobre temas de tecnología y redes sociales.

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