Parece increíble. Logré salir del infierno de la incomunicación digital. Los hechos por los que transité dicen bastante del funcionamiento de nuestras organizaciones, de mi propia cultura, en parte primitiva, y lo que uno puede alcanzar frente a la adversidad si tiene deseos de superación personal.
Estuve inscripto en un servicio de banda ancha de Internet de primer nivel. La banda se cayó seis veces, seis veces esperé a los técnicos en la franja horaria de cuatro horas indicada, seis veces vinieron los técnicos a mi domicilio. Después la comunicación funcionaba dos días y volvía a interrumpirse.
Finalmente di de baja el servicio, caminé hasta las oficinas de la firma para devolverle unos dispositivos, ellos me llamaron tres veces para tratar de que siga siendo cliente y levantar un informe de fallas de calidad, y me inscribí en una compañía telefónica. Pero luego que lo hice descubrí que necesitaba otra boca de teléfono, cerca de mi escritorio de computación. Sin dudas fui el culpable de la falla de la agenda, a causa de mi ignorancia. Entonces proseguí sin Internet llamando cada tanto a la compañía telefónica para que vengan a instalar una boca de teléfono.
A partir de entonces me llevó más de un mes, con sus llamadas de teléfono, descubrir la verdad. Vendrían a instalar otra boca de teléfono posiblemente dentro de tres meses. ¿O tal vez nunca? Me convenía contratar la instalación en forma particular con un electricista matriculado. En fin, interpreté que esto era lo que en sociología llamaríamos la agenda secreta, lo que en público no se puede decir porque queda mal, pero uno termina infiriendo.
Entonces intenté el camino de un electricista matriculado. Era un técnico honesto. Me explicó que los cables quedarían feos en el ambiente. De modo que tomé otra decisión. Recorrí la calle Sarmiento, encargué un mueble y corrí la computadora para ubicarla cerca del teléfono. Pronto de la firma telefónica vinieron a poner en acción la Internet, y lo hicieron dentro de las dos primeras horas de la franja de cuatro horas indicada.
Terminada la instalación traté de abrir el portal de mis correos electrónicos. Decía que la página no está disponible. Dos horas más tarde, luego de tomar un café, pagar unas cuentas y caminar un poco, encendí la computadora y accedí a mis e-mails. Fue como llegar a la tierra del maná.
Hasta este momento por un lapso de dos o tres meses, como un exiliado, como un hijo de una diáspora, anduve por los cybers. Con el público de los cybers me divertí un poco. Mejor dicho, hay varias clases de público. Adolescentes que juegan a los gritos, señoritas que salen de la oficina y chatean, nuevos ricos que entran hablando a los gritos por el celular, turistas, mujeres y hombres mayores que hacen amistades con el Chat, algunas personas que buscan gente en el facebook y otras que estudian o arman negocios.
Lo hice a razón de diez a quince pesos diarios, con el siempre alarmante riesgo de bajar documentos con virus para llevarlos a mi computadora, y mi frasquito de verde alcohol y aloe vera para limpiarme las manos en prevención contra la gripe A.
Un aspecto singular del proceso de exilio y vuelta a la patria digital se encuentra en las comunicaciones con las centrales telefónicas de las firmas con las que tuve que interactuar. En algunos de los casos (no siempre, debe quedar muy claro) transcurría mucho tiempo hasta que nadie me atendía. Y otras veces me atendían, con gran amabilidad. Se nota la buena capacitación del personal en la perspectiva de la calidad total, en ese punto. Qué hermoso es el progreso.
Un costado interesante del funcionamiento de la firma que mandó los técnicos seis veces, es el de los costos. Da lugar a varias conclusiones. Primero veamos los hechos.
Los técnicos pertenecen a una organización tercerizada. Significa que la prestación fue cobrada seis veces. Pero finalmente el cliente se fue. Y no solamente se fue. Pedí que me descuenten el tiempo que no tuve servicio de Internet. Y se portaron realmente muy bien los de la empresa de Internet. Me hicieron el descuento, creo que más de una vez, siguiendo mis sucesivos reclamos.
Entonces, primera conclusión, tentativa, esos tipos estarían trabajando a pérdida, cuando menos en este caso. Segunda, si bajasen los costos suscitados por sus cuellos de botella podrían bajar los precios. Tercera, los clientes estarían pagando la ineficiencia. Pero en fin, se trata de meras conjeturas.
De lo que no hay dudas es de que la cultura ofrece la plataforma sobre la cual se inscriben las tecnologías y – como no dejan de ser formas de las tecnologías – también las teorías, estrategias y tácticas de la calidad total.
Las buenas tecnologías no garantizan resultados buenos. Es necesario que se encuentren alineadas con culturas adecuadas. Si la cultura, en este caso la cultura organizacional, es más primitiva, para decirlo gráficamente, dos sistemas convergen (tecnología y cultura) pero funcionan con velocidades diferentes. Esto se llama una asincronía sincrónica. Y sin dudas soy parte del problema. Con mi cultura no entendía la tecnología.
Lo que más me ha servido en todo este curso estresante ha sido, más que la Biblia, el libro del Tao. Me enseñó a trabajar como el agua, que siempre se queda en el molde y llega a todas partes. La segunda enseñanza (recuperada antes por Carl Jung, tengo el honor de señalarlo) es que debemos convivir con nuestras luces y sombras, el yin y el yan. En eso trataba de pensar cuando me daban ganas de romper todo a patadas.
Pero luego también me ayudó la Biblia. Hay tiempo de reír y tiempo de llorar, dice la Biblia, tiempo de cyber-café y tiempo de Internet en el hogar o la oficina, tiempo de quince pesos por día y tiempo de combo de línea telefónica con Internet de tres megas y descuento especial.
Yo, un individuo tecnológicamente primitivo, no estaba en condiciones de arrojar la primera piedra sobre las firmas proveedoras de servicios. Agaché la cabeza y acepté mis sombras (yin) y ahora de nuevo estoy conectado (yan).
Fuente: Hilario Wynarczyk, Doctor en Sociología. Agencia de Noticias Prensa Ecuménica