Me encontré con Clarita a tomar un café. Llegó pálida, angustiada. Empezó a hablar de cualquier cosa y de golpe dijo: tengo un retraso de 20 días y no estoy embarazada.
Y los ojos se le llenaron de lágrimas. Le largué un montón de preguntas idiotas (ver debajo el sentido griego del término) y pensé para mi, si no está embarazada, ¿cuál es el problema con el atraso?.
Se quedó un rato en silencio como buscando una manera de explicarme, pero solo murmuró: estoy empezando a ser vieja.
Y ahí la que se angustió fui yo. Me aparecieron en la cabeza una catarata de imágenes terroríficas pero fundamentalmente una. Vejez = soledad. De ahí a las demás pasé rápidamente. La piel que se arruga, el aspecto opaco, la carne fláccida que no arregla ningún gimnasio, esa que hace que ponerle sal a la comida se transforme en un acto que sólo puede ser público sin ofensa si se visten mangas largas y apretadas.
Ella fue mas allá, y se atrevió a decir lo que yo no dije: no, no es la soledad, ni las arrugas ni la flaccidez. Es el miedo a dejar de ser deseada.
Nos instalamos un largo rato en la melancolía, en ese lugar de la pasividad, de la impotencia que implica ser o dejar de ser objeto del deseo de otro. Cada una con sus fantasmas, los propios y los compartidos.
Cuando pensé en eso de «ya no ser objeto del deseo de otro» algo me estalló en la cabeza y me apareció la desproporción. Somos minas lindas, inteligentes, divertidas, y con una vida, hasta acá, bastante interesante. ¿Cómo hacían veinte días de retraso menstrual, léase anticipo de menopausia, para mandarnos a este pozo de melancolía?.
Los griegos hacían una distinción importante en relación al ser de sí, y al ser de otro. Lo planteaban como un problema político, no individual, ya que con «ser de sí» querían decir «saber gobernarse» para poder gobernar a otros. Mientras que un «ser de otro» era aquel que debía ser gobernado. Los hombres libres eran de sí, los esclavos, los niños y las mujeres eran de otro. El derecho a ser de sí venía pues, de la posición política que ese individuo ocupaba en la sociedad.
El individuo con derecho a ser de sí no tenía límites en cuanto a desarrollo personal, el límite estaba puesto en el control de las pasiones, en el dominio de sí, y principalmente en el buen ejercicio del propio poder. El reconocimiento de esto, que era una virtud, venía de los pares, o sea los otros hombres libres.
Los inferiores en la jerarquía social siempre eran «de otro», aunque fueran libres, como en el caso de las mujeres. Este concepto, aunque en la forma se fue modificando, en lo esencial se mantuvo a través de los siglos, reafirmado por el cristianismo hasta llegar a nuestros días con un grado de invisibilización que no hace fácil detectarlo, y que a lo sumo se lo registra como malestar.
Cuando era chica, y no sabía nada de los griegos, a la pregunta sobre qué querés ser cuando seas grande, yo siempre contestaba lo mismo: «quiero ser yo»; lo que me valió, entre otras cosas, varios diagnósticos psicológicos, pero que para mi significaba el derecho a ser autónoma, tomar mis propias decisiones, seguir mis deseos, ser mi propia referencia. No podía explicar porqué sentía que era algo a conquistar y no algo dado per se, solo por haber nacido humana.
Si hubiera sabido lo de los griegos cuantos disgustos me hubiera ahorrado, porque habría sabido que ese sentimiento que me molestaba y trataba de negar, en realidad era una percepción correcta de la dimensión política, todavía vigente, del proceso social de sexuación. Proceso que no consiste solamente en que niños y niñas definan su identidad sexual sino que también reconozcan que hay un sexo femenino de valor inferior en relación al masculino.
Claro, tampoco sabía que, además de lo político y cultural, el haber nacido humana también implica otra dimensión del «ser de Otro»: nacemos siendo hijas/os de, y nos convertimos en humanas/os gracias a un lenguaje, la lengua materna.
Nacer dentro de la especie humana no alcanza para ser dueña/o de sí, ya que inevitablemente al nacer entramos en el mundo de Otro, armamos nuestro Uni-verso en base a las palabras que ese Otro nos dijo y construimos nuestra representación de nosotras/os mismas/os como un espejo que refleja lo que nos dijeron que somos y debemos ser para ser aceptadas/os. Desde este reflejo, vamos por la vida.
Y así, somos de Otro «desde adentro» además de ser de otro, si somos mujeres, «en el afuera» . Dos dimensiones: una interna o intrapsíquica y una externa o político-cultural.
Afuera como adentro, dice el Zen.
Lograr «ser de si», en lo interno, es tarea permanente, momento a momento, o más exactamente, dicho a dicho, ya que es en lo que digo cuando hablo donde estará Oculto si, Desde Donde estoy hablando es desde un lugar propio o desde el lugar que Otro me asignó. Y esto es cierto para todo aquel individuo que quiera convertirse en algo mas que humano, sea mujer u hombre.
Adentro como afuera, parafrasea el Psicoanálisis.
Las mujeres, a pesar de los muchísimos avances en el trabajo político-social de ser de sí, en algunos sentidos todavía seguimos siendo de otro, y no solo por ser la señora de. Ser de otro también significa organizar la propia subjetividad en dependencia de ese otro.
Porque, aunque nos cueste mucho reconocerlo, simbólica y emocionalmente todavía conservamos lugares de tutelaje, de ese «ser de otro» que nos hace temer no ser deseadas (por el) en lugar de desear y ser protagonistas de nuestro deseo.
Por esto, si queremos cambiar nuestra posición en el mundo, además de cambiar lo de afuera, el otro lugar a deconstruir será ese lugar interno en el que sin darnos cuenta acordamos con lo que Otro nos dijo que éramos ó debíamos ser. Y desde ahí descubrir o construir el propio deseo.
De esta manera, SER DE SI, tanto en lo externo como en lo interno, será (es) condición de posibilidad para hacer cualquier contribución significativa, un aporte propio y distinto en cada uno de los ciclos de la vida.
Cuando consigamos esto, podremos envejecer tranquilas.
Glosario: El termino idiota tiene para los griegos dos acepciones: personas que no participan en la Polis y hombres que desempeñan mal su función pública. En este esquema, el Aristotélico, todas las mujeres eran idiotas, en el sentido de que eran personas exclusivamente privadas.