Leve, a veces casi imperceptible, mínimo. Un pequeño movimiento de un individuo repercute sobre todos los demás.
De este modo, un movimiento de un integrante de una familia, obliga inevitablemente a un reacomodamiento del resto, en esta suerte de danza vincular que presenta sus propias complejidades en el ámbito de la empresa familiar.
Cuando estamos inmersas/os en la desarmonía y el deterioro de los vínculos dentro de la empresa de familia, puede parecernos que todo transcurre en un engranaje ajeno, que no manejamos ni depende de nosotros.
Sentimos que estamos en una maraña de relaciones anudadas ya establecidas y rígidas que nos arrastra, sobre la que no podemos accionar ni tenemos capacidad de revertir.
Sin embargo, una invitación a verlo de otro modo nos permite apreciar que nada nos es totalmente ajeno en el universo de relaciones de la empresa familiar, ni en ningún sistema de relaciones humanas en el que participamos.
La responsabilidad individual de cada integrante
En efecto, una mirada sistémica nos muestra que cada acción (o inacción) de un eslabón (en este caso nosotros mismos) repercute sobre todo el sistema, generando una serie de reacciones y respuestas vinculadas.
Se trata nada menos que de la interacción, no estamos solos ni somos sujetos pasivos de nada de lo que nos está ocurriendo.
Aunque nos cueste advertirlo nuestra pasividad resignada también influye y crea el fenómeno que tanto nos afecta.
¿Parece sorprendente? Sigamos observando:
Disputas provenientes de viejos conflictos y enemistades de generaciones anteriores, existencia de intereses y objetivos contrapuestos, rivalidades, egoísmos enquistados en el poder, competencia, celos, interferencia de parientes políticos, falta de profesionalización, inequidad en las remuneraciones de los socios que trabajan en la empresa, falta de adecuados mecanismos de comunicación y participación, entre muchas otras situaciones que atentan contra la marcha armoniosa y eficaz de la empresa de familia, pueden llevar a inmovilizar a aquellos miembros que aspiran sinceramente a una solución, a un nuevo orden con otras reglas, a un CAMBIO. Es así como con esta actitud sólo conseguimos reforzar la situación imperante.
La creencia de que nada podremos hacer individualmente, cuando los demás no ven o no quieren hacerse cargo del problema y se aferran al mantenimiento del «status quo» puede resultar muy desmoralizante.
La sensación de algo «inmanejable» para nosotros, mina nuestra resistencia y nos entregamos resignados a que «las cosas son así» y no hay manera de modificarlas porque es algo que «la familia» no tiene intenciones de mejorar.
Así es como, paradójicamente, contribuimos precisamente a aquello que queremos evitar y reforzamos, con nuestra creencia devenida en inacción, lo que queremos y necesitamos que cambie.
De este modo, presenciamos el deterioro de la autoridad, los conflictos de poder, las inequidades en el manejo de los fondos, las arbitrariedades en la toma de decisiones, en el reparto de utilidades, en la sucesión de la dirección empresaria (y la correlativa destrucción de la estructura empresaria familiar) presos de una debilitante sensación de impotencia.
Sin embargo, ese mismo poder que tenemos para reforzar ese estado imperante con nuestra complicidad pasiva, podemos emplearlo para marcar el comienzo de lo nuevo.
Llegado este punto, y luego de estas reflexiones, cabe preguntarse: ¿Será cierto que nada podemos hacer?
Aparentemente ya lo hemos intentado todo, hemos procurado hablar con nuestros parientes, intentamos infructuosamente que nos escucharan, discutimos, propusimos, pero no fuimos tenidos en cuenta y terminamos sintiéndonos más débiles y solos en nuestra postura. Estamos a punto de tirar la toalla.
¿Habrá otro camino?
Debemos valorar que ya tenemos dado el primer paso: somos el único integrante de la familia que advirtió el problema y que no quiso esconder la cabeza bajo tierra.
En toda sociedad humana, o grupo de personas, es habitual que aparezca un emergente que es quien percibe el problema -con el consiguiente malestar que ello conlleva – y lo pone en evidencia cuando los demás no lo ven (ya sea por estar inmersos en él o por una actitud de resistencia, pasividad o temor).
Cuando el contexto familiar no quiere enterarse del problema, negándolo o simplemente ignorando la preocupación y propuestas de cambio de quien sí lo advirtió, es el momento para perseverar, para darse el permiso de actuar, de iniciar los pequeños cambios, con paciencia y decisión.
Si nos lo permitimos, comprobaremos cuánto influye un verdadero cambio de actitud. Ahora lo estamos haciendo con conocimiento de que nuestra nueva actitud repercute necesariamente en el sistema, que acusará el impacto de nuestro movimiento y deberá reacomodarse.
¡Adelante! Y si es necesario pedir ayuda profesional de un tercero especializado, lo haremos, pero siempre será nuestra obra la piedra fundacional de quien se animó a protagonizar el primer movimiento y puso en marcha el magnífico engranaje, que conduce a un lugar mejor.
Lo importante es no quedarnos «adheridos» al rol de víctima.
Podemos empezar a actuar solos, ir buscando comprensión de otros miembros de la familia que tienen afinidad, o sumar la ayuda de un especialista, que aporte su capacidad para trabajar con la problemática de la empresa familiar, quien podrá asistirnos con su batería de herramientas técnicas y su comprensión de las relaciones humanas para operar en los procesos de crisis empresaria familiar.
Poco a poco, y trabajando adecuadamente, en base a nuestra nueva convicción de «protagonistas», empezamos a andar el camino, las relaciones se van acomodando, los diálogos se van restableciendo, la empresa deja de estar en peligro, pues revisa sus objetivos, sus vínculos, actualiza sus valores, actualiza su rumbo, hacia el establecimiento de un nuevo orden, más sano y productivo para todos, hacia una mayor felicidad de sus miembros.
Aunque a primera vista cueste apreciarlo y asignarle su verdadero valor: este pequeño movimiento será el motor del cambio en la empresa familiar.