Visitar El Cairo, para quien nunca ha salido de Occidente, es una impresión fuerte. Recuerdo siempre el primer día de mi primera visita a esa ciudad fantástica.
Llegamos de noche y partíamos a nuestro lugar de trabajo, en el norte del Sinaí, a primera hora de la mañana siguiente. No podía creer que estaba a escasos metros del tan soñado Nilo y pasaría de largo sin verlo … Por lo tanto, al terminar de cenar decidí salir a caminar.
Otros tres compañeros, veteranos de muchas visitas, pero solidarios con el principiante, decidieron acompañarme. Fue providencial que lo hicieran ya que la noche y el extrañamiento no son buena combinación.
Realmente, uno se encuentra con el ‘otro’ de la antropología.
Caminamos hasta llegar al Nilo (estábamos en Doki, un barrio ubicado en la margen izquierda… para los egipcios antiguos, la margen del río que corresponde a los muertos…), cruzamos a Gezira (una de las islas del Nilo donde se encuentra la torre de Nasser, el teatro de la Opera y uno de los barrios más elegantes, Zamalek, sede de casi todas las embajadas) por uno de los puentes y, de la isla, a la margen derecha.
Apenas comenzamos a atravesar el puente noté la ausencia de mujeres en la calle. Sólo grupos de hombres y, de pronto, como una aparición, un mendigo que extendió su mano con gesto implorante. Galabeia (túnica tradicional) y turbante como un personaje del Antiguo Testamento. Unos de mis compañeros le dió unas monedas. Yo, recién bajada del avión, tenía sólo 100 dólares… Recuerdo que estaba impactada, aunque ahora me parece ridículo.
Cruzamos por el Nile Hilton (también existe el Ramses Hilton) y allí me enamoré para siempre.
El patio para fumar chicha (yiya, se pronuncia) perfumada con manzanas verdes… una delicia olfativa… las plantas, las esculturas… una delicada combinación de ambiente oriental y occidental. Salimos por la otra puerta, a la plaza de El Tahrir frente a la cual se encuentra el Museo Egipcio.
Pensé que dentro estaba la máscara de Tutankhamon y me estremecí.
Pasarían veinte días antes de que pudiera volver y, por fin, verla en directo.
Después de la primera y obvia sensación de extrañamiento, uno aprende a comprender y a amar esta ciudad. La visita obligada es el Museo Egipcio.
El Museo Egipcio
Como cualquier museo de este tipo, es imposible verlo en un solo día pero esto también depende de los intereses de cada uno. Apenas se entra, en el hall central, está la Paleta de Narmer. No deje de observarla. Es una de las piezas más importantes por su contenido histórico. Data del 3000 AC y relata la unificación del Alto y el Bajo Egipto. En sus relieves se ve al rey victorioso con las dos coronas (Alto y Bajo Egipto), los enemigos derrotados… un verdadero manual de historia.
En las vitrinas adyacentes, verá piezas ‘predinásticas’, o sea, anteriores a Narmer, cuando comenzó el Egipto faraónico. Fíjese en dos piezas maravillosas. Un cuchillo enteramente tallado en sílex y una hoz de madera con sus cuchillitas de sílex en perfecto estado de uso. Esas piezas han resistido más de 40 siglos… que no es poco. En el primer piso, no puede perderse el tesoro del rey Tut (diminutivo cariñoso que emplean los mismos egipcios), eso sólo va a tomarle unas tres horas… si no se detiene demasiado.
¿Mi pieza preferida? Es difícil elegir entre 3500… la máscara es deslumbrante, los ataúdes, carros, joyas… pero creo que, si tuviera que elegir, me inclinaría por la caja de pinturitas de colores del rey. Un detalle que refleja la humanidad del propietario. En la sala de las momias, recinto en el que hay que guardar estricto silencio, se estremece el visitante más insensible cuando se ve cara a cara con Ramses el Grande, uno de los monarcas más poderosos de la Antigüedad. Es extraño ver al aún joven Seti I, padre del anciano Ramses… cosas de la momificación…
La sala de las joyas de la Dinastía XII (Imperio Medio) merece un renglón aparte. Se trata de alhajas rescatadas en tumbas reales como, por ejemplo, la de la princesa Khnumit (hermana de Amenemhat II), descubiertas en 1894 por Jacques Morgan.
Menos lujosa, pero muy inquietante por su particular estética es la sala de Akhenaton (antecesor de Tutankhamon). Como todos saben, fue llamado ‘el hereje’ porque instituyó la primera religión monoteista: el culto solar a Atón. Las formas curvilíneas, casi femeninas del faraón han motivado más de un trabajo científico (y muchos de los otros).
Lo cierto es que tanto la religión como la estética cambiaron durante su reinado. Pocos son los restos arqueológicos que se conservan, al menos en relación al resto, ya que las posteriores generaciones procuraron hacer olvidar su nombre, aunque, por suerte, no lo consiguieron. No salga de esta sala (en la planta baja del museo) sin ver la vitrina de las ‘cartitas’: tablillas de arcilla y ostracones con escritura (por suerte con sus traducciones) que nos acercan a la vida cotidiana de la antigüedad).
Podría escribir muchas páginas sobre el museo, pero le sugiero que lo tome con calma, compre una buena guía y pase, por lo menos, un día completo para conocerlo. Recuerde que, aunque el museo no cierra los viernes, ese día tiene un horario restringido por razones religiosas, de manera que, si puede, elija cualquier otro.
Desde la torre de Nasser, o torre de Egipto, podrá ver una panorámica estupenda de la ciudad… y tomarse un cafecito.